sábado, 17 de marzo de 2018

El Aleph, de Jorge Luis Borges

El Aleph es uno de los libros de cuentos más representativos del escritor argentino Jorge Luis Borges. Fue publicado en 1949 y reeditado por el autor en 1974. Sus textos remiten a una infinidad de fuentes y bibliografías en torno a las cuales se articulan mitos y metáforas de la tradición literaria universal.



Aleph es el nombre de la primera letra (consonante) en el alfabeto hebreo. Según la Real Academia de la Lengua, en español debe escribirse y pronunciarse “álef”. Álef es también la primera letra del alfabeto persa, así como álef (o alif) es la primera letra del alfabeto arábigo. Inicialmente, álef era un jeroglífico que representaba a un buey, y de allí pasó al alfabeto fenicio (’alp), al griego (A), al cirílico (A) y al latino (A). De hecho, si invertimos una A mayúscula podemos reconocer aún la cabeza de un buey y sus cuernos.

En Matemáticas, álef es el signo gráfico empleado por Georg Cantor en la formulación de su teoría de conjuntos para representar la cardinalidad de los números infinitos, es decir, para ordenar los números transfinitos y así diferenciar los distintos tamaños de infinito.

“El Aleph” es el título tanto del cuento como del libro donde aparece recogido. Borges describe el Aleph como una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor, cuyo diámetro sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba allí, sin disminución de tamaño. Según Borges, el Aleph es el punto mítico del universo donde todos los actos, todos los tiempos (presente, pasado y futuro), ocupan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. De lo cual se desprende que el Aleph representa, tal como en Matemáticas, el infinito y, por extensión, el universo.
Fuente: https://www.significados.com/aleph/

"El Aleph" plantea una lectura desde el existencialismo, basada en la idea de la incapacidad del ser humano de enfrentarse a la eternidad. Aunque este cuento es el que cierra el libro, sus primeras líneas tienen la suficiente fuerza para ser considerado uno de los mejores comienzos de la literatura.
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
 

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